Después de
haber visto todas las características simbólicas del adulterio
según Millás, intentamos aplicarlas a Lo
que sé de los hombrecillos.
Veremos entonces como en la relación fantástica entre narrador y
mujercilla encontramos todos los rasgos típicos de los adulterios
millasianos.
Hemos dicho que lo contrario del
juego no es lo que es serio sino lo que es real. La mujercilla no es
real, se contrapone a la realidad, y esto queda bastante explícito
si la comparamos con la mujer del narrador, que es de alguna manera
su opuesto. Mujer como realidad entonces, mujercilla como juego.
Los juegos y
los adulterios permiten tomar distancia de la vida cotidiana, son
formas de salir del orden social, de descolocarse y ver el mundo a
través de un punto de vista diferente, de dudar en fin. De hecho,
después de las cópulas con la mujercilla, después de las
experiencias oníricas dentro de sí mismo, el narrador empieza a
mirar el mundo exterior como si éste no tuviera sentido, como si
fuera algo opaco y aburrido, si comparado con las experiencias de su
mundo interior:
[…]
las ocupaciones de la vida cotidiana me parecían cada vez más
ilusorias, más vanas, menos consistentes. Las veía, las podía
tocar incluso, pero se deshacían entre las manos, como el humo. La
economía, disciplina a la que había dedicado mi vida porque creí
que era la malla sobre la que descansaba la realidad, además de
explicarla, cayó en un profundo discrédito. Un simple huevo de
gallina, en cambio, se me revelaba como un acontecimiento
profundamente real1
Hemos hablado
de la necesidad del juego – y del adulterio – de disponer de un
espacio cerrado, un lugar donde se siguen reglas diferentes a las del
mundo cotidiano. Si nos paramos a pensar en el mundo del hombrecillo
– un mundo imaginario en este caso, como el adulterio del que
estamos hablando –, vemos como éste se configura como un espacio
que es otro del espacio abitual: es un espacio fantástico, ideal, un
espacio que no pertenece seguramente a la vida “real” del
protagonista. En el mundo de los hombrecillos hay reglas y costumbres
que no son ciertamente los de la sociedad europea contemporánea, en
la que vive el narrador. Cuando, por ejemplo, el hombrecillo desahoga
su instinto homicida matando a otro hombrecillo no hay policía que
lo detenga, ni siquiera hay venganza en el mundo de los hombrecillos,
sino pura defensa:
[…]
no buscaban justicia, ni siquiera venganza, pues parecían ajenos a
conceptos que implicaran una condición política o moral, sino que
se defendían de un intruso al modo en que las avispas protegen su
panal de los ataques de un enjambre extranjero2
Es un mundo “biológico”, más
cercano a los instintos biológicos que son innatos en el hombre.
Veamos ahora reglas, turnos y
repetición del juego. El adulterio con la mujercilla parece tener un
modelo establecido, que, dado la primera vez, se repite la segunda.
En el capítulo catorce hay una escena que se parece a la que el
narrador había descrito en el capítulo siete (que citaremos más
adelante) – notamos que los mismos números de los capítulos
parecen indicar una ciclicidad.
[...] había una
suerte de panal en cuyo centro se hallaba de nuevo la mujercilla
reina en actitud receptiva para la cópula [...] Como en la ocasión
anterior, sólo llevaba encima aquella ropa interior sutil cuyo
tejido, que era somático, se relacionaba con su sexo y con sus
pechos de un modo inexplicable, pues aunque formaba parte de ellos,
su elasticidad le permitía desplazarse para dejar al descubierto la
vulva o los pezones.
La
mujercilla se dirigió por medios telepáticos al hombrecillo
invitándole a subir a su celda, pues había sido elegido de nuevo
para consumar la cópula3
Fijémonos en las expresiones
“Como en la ocasión anterior”, “de nuevo”, que denotan una
repetición cíclica.
Entre narrador y hombrecillo hay
también un establecimiento de turnos, basado en un trueque: el
narrador satisface las ganas del hombrecillo y éste le proporciona
al narrador una “dosis de mujercilla”.
Cuando el hombrecillo quiere una
experiencia criminal el narrador se rechaza cumplirla: en el juego
existe, como ya hemos dicho, el libre albedrío de cada jugador.
Veamos ahora este adulterio
comparándolo con el análisis psicoanalítico que hemos hecho de los
otros adulterios. Leemos en el capítulo siete:
En
un momento dado, cuando en la plaza no habría cabido ya ni un
alfier, la reina, por medios telepáticos, ordenó subir hasta su
celda a mi doble pequeño [...] donde se estremeció (me estremecí)
ante la mirada anhelante, al tiempo que tiránica, de la mujercilla y
sus formas delicadas, a la vez que rotundas4
Una página más adelante se
describe la reacción del narrador – y del hombrecillo – ante el
cuerpo excepcional que tiene la mujercilla:
Poseído
por una curiosidad emocional que me impelía a investigar con detalle
cada una de las partes de aquel conjunto de órganos, intenté
memorizar su disposición, su temperatura, su humedad, su
consistencia, lo que no resultaba fácil, pues aquella carne poseía
la inestabilidad del magma (también su fiebre). El modo en que el
hombrecillo y yo hurgábamos en aquellas profundidades sugería que
había en ellas algo esencial para nuestra existencia5
Pocas páginas después, la
mujercilla es descrita mientras depone los huevos, acto que podemos
considerar como una especie de parto, o más bien, como una serie de
partos:
Siempre en aquella
ropa interior orgánica, cuya trama oscilaba entre lo vegetal y lo
animal, la mujercilla iba de una celda a otra, se bajaba ligermente
las bragas (o bien se retiraba delicadamente con los dedos la zona
que cubría el sexo), se agachaba y su vagina rosada (de un atractivo
metafísico) se dilataba para dejar caer el huevo.
Los huevos brillaban
como si en su interior, en vez de un embrión, hubiera una luz
encendida.
Jamás
había asistido a un suceso tan hermoso ni tan turbador como aquel
desove [...]6
Una vez que los nuevos
hombrecillos han salido de los huevos, se dirigen a la celda de la
mujercilla, que les da de mamar:
Todos
ellos [los hombrecillos apenas nacidos de los huevos] se dirigían
ordenadamente a la celda en la que reposaba la reina, cuyos pechos,
entre tanto, se habían hichado sin perder un ápice de su belleza.
Entonces se retiraba con cuidado el sujetador biológico, para dejar
los pezones al aire, y les daba de mamar al tiempo que acariciaba sus
sombreros o les colocaba la corbata, pronunciando, con sus labios
perfectos, ultrasonidos que alimentaban tanto como la leche. O más.
Ningún hombrecillo se quedaba sin su ración [...]7
Si analizamos
estas descripciones de las acciones de la mujercilla, encontramos en
el cuerpo de la amante los rasgos maternales que ya hemos visto en El
desorden de tu nombre:
mientras el narrador mira el cuerpo de la mujercilla dice que “había
en ella algo esencial para nuestra existencia”, y su vagina rosada
es descrita como “un atractivo metafísico”. Como hemos visto, el
cuerpo de la amante adquiere a menudo rasgos cósmicos porque se
conecta con la idea de madre, idea que bien se conecta con la
mujercilla, que parece derivar su hermosura del hecho de ser madre,
la Gran Madre. Sus características y sus gestos tienen algo de
maternal, aún camuflado con particularidades grotescas.
Sus pezones, a
pesar del hecho de que la mujercilla alimente a los hombrecillos con
ultrasonidos, son pezones maternales, como es maternal el gesto con
que acaricia los sombreros de sus hijos y les coloca la corbata.
Su útero, a pesar de tener
propiedades excepcionales, pues la mujercilla depone huevos en lugar
de parir, es el útero de una madre. Vemos como éste se parece de
hecho al útero del que hablan los mitos, según lo que afirma
Neumann:
In
fact, all mithology says over and over again that this womb is an
image, the woman’s womb being only a partial aspect of the
primordial symbol of the place of origin from whence we come8
El útero de
la mujercilla parece ser el principio de toda la colonia de los
hombrecillos. Esto hace de ella una “Great Mother”, la madre de
todo lo que vive. En Lo
que sé de los hombrecillos
la idea de la Gran Madre adquiere, a lo mejor debido al hecho de
quedar como idea pura, rasgos aún más marcados que en El
desorden de tu nombre,
donde la encontramos personificada en una amante humana. La
mujercilla no es sólo la amante del narrador, sino de toda la
colonia. Es una virgen, en el sentido de no estar comprometida con
ningún hombre en particular. Elige a su compañero para la cópula
como lo eligen las abejas. La comparación es bastante explícita en
el fragmento siguiente:
Mi
doble diminuto, idéntico en todo al resto de la población, se abrió
paso entre la muchedumbre hasta llegar a los aldeaños de una tarima
sobre la que se erigía, verticalmente, un gran panal compuesto por
celdas exagonales idénticas a las de los panales de las abejas.
Todas las celdas permanecían vacías excepto la del centro, donde
había una mujercilla – la única de aquel extraño reino [...]9
Todos los
hombrecillos son idénticos. Es la mujercilla la que se diferencia de
los demás. Parece un mundo matriarcal, similar a el de los mitos de
que habla Bachofen, que reportamos en la citación de Neumann:
The
female is primary, the male is only what comes out of her. He is part
of the visible but ever-changing created world; he exists only in
perishable form. Woman exists from everlasting, self-subsistent,
imutable; man, evolving, is subject to continual decay. In the realm
of the physical, therefore, the masculine principle is of second
rank, subordinate to the femenine. Herein lies the prototype and
justification of gynocracy; herein is rooted that age-old conception
of an immortal mother who unites herself with a mortal father. She is
perennially the same, but from the man the generations multiply
themselves into infinity. Ever the same Great Mother mates with every
new man10
La Gran Madre inmortal representa
el principio y el fin de la humanidad, o el principio y el fin de la
conciencia del individuo. Antes de la humanidad existía el infinito,
la idea del útero, de la concha, del huevo, o sea del círculo
divino y perfecto. Después de la humanidad encontramos otra vez el
círculo que encierra y funde todos los opuestos:
The
statement of identity and the logic of consciousness erected upon it
have no value for the psyche and the conscious. The psyche blends, as
does the dream; it spins and weaves together, combining each with
each. The symbols therefore are an analogy, more an equivalence than
an equation, and therein lies its wealth of meanings, but also its
elusiveness. Only the symbol group, compact of partly contradictory
analogies, can make something unknown, and beyond the grasp of
consciousness, more intelligible and more capable of becoming
conscious.
One
symbol of original perfection is the circle. Allied to it are the
sphere, the egg, and the rotundum
– the “round” of alchemy […] Circle, sphere, and round are
all aspects of the Self-contained, which is without beginning and
end; in its prewordly perfection it is prior to any process, eternal,
for its roundness there is no before and no after, no time; and there
is no above and no below, no space. All this can only come with the
coming of the light, of consciousness, which is not yet present; now
all is under sway of the unmanifest godhead, whose symbol is
therefore the circle. The round is the egg, the philosophical World
Egg, the nucleus of the beginning, and the germ from which, as
humanity teaches everywhere, the world arises. It is also the perfect
state in which the opposites are united – the perfect beginning
because the opposites have not yet flown apart and the world has not
yet begun, the perfect end because in it the opposites have come
together again in a synthesis and the world is once more at rest11
Volver al útero de la amante
representa la posibilidad de regresar al útero de la madre, al punto
“cero” de la existencia.
En su búsqueda
el narrador es un adúltero, a pesar del hecho de que su amante es
“fantástica”, y de que sus encuentros son oníricos. El
adulterio, a pesar de ser “platónico”, ideal, suple a una
carencia real en la vida conyugal del narrador. La relación entre él
y su mujer es bastante fría, debido al hecho de que ella cuida mucho
de su carrera y no tiene tiempo y atenciones para su marido. Como
dice el narrador hablando de él y su mujer, «el sexo – quizá
porque nos casamos mayores – no había formado parte de nuestro
proyecto conyugal»12,
mientras con la mujercilla el sexo es algo especial, una búsqueda
del infinito.
1
Juan
José Millás, Lo
que sé de los hombrecillos,
cit., p. 132, 133
2
Ibid,
p. 115
3
Ibid,
p. 86
4
Ibid,
p. 44, 45
5
Ibid,
p. 46
6
Ibid,
p. 50
7
Ibid,
p. 51
8
Erich
Neumann, The
Origins and History of Consciousness,
cit, p. 14
9
Juan
José Millás, Lo
que sé de los hombrecillos,
cit., pag. 44
10
Erich
Neumann, The
origins and history of consciousness,
Bollingen Foundation/Princeton University Press, London, 2002, p.
47, 48
11
Ibid,
p. 8
12
Ibid,
p. 47