El narrador y
protagonista de Lo
que sé de los hombrecillos
pasa la mayoría de su tiempo en casa, donde se ocupa de las tareas
domésticas y escribe artículos para la prensa. Su contacto con el
mundo exterior está representado por sus horas de enseñanza en la
universidad y por sus compras. Está casado con una mujer que tiene
aspiraciones políticas y que ha decidido presentarse a las
elecciones como candidata a rectora de la universidad. A diferencia
de él, su mujer pasa la mayoría del tiempo fuera de casa, pensando
en su carrera. No tienen hijos.
La vida cotidiana del
protagonista tiene una rutina bastante regular, pero es perturbada
por las continuas irrupciones de réplicas humanas en miniatura,
vestidas con un traje gris que forma parte de su misma piel. Estos
hombrecillos se mueven con soltura por el mundo de los hombres, sin
preocuparse por la presencia del protagonista.
La aparición de esos seres no es
regular, sino que parece obedecer a leyes desconocidas y suele ser
precedida por un particular estado psicofísico del protagonista,
estado que se asemeja a un estado febril, como cuando el narrador
está un poco enfermo.
Cada domingo la hija de la mujer
del protagonista y su marido – que es economista y trabaja en un
banco – van a comer a su casa, llevando a sus hijos: una niña de
seis años, Alba, y un bebé. En una de las visitas, el narrador
reflexiona sobre el trabajo de su yerno y sobre el huevo que está
cocinando. Ambos parecen representar los dos lados de la existencia:
el aspecto biológico y el aspecto económico. Lo que hace el
narrador es intentar buscar una conexión entre ambos. Después, le
enseña a Alba que detrás del cajón de la mesa hay un agujero
escondido, donde estarían los hombrecillos. Ella al oirlo se muestra
incrédula, y la mujer del narrador un poco preocupada.
Un día,
mientras su mujer se encuentra en viaje de trabajo, el protagonista
se despierta con una sensación estraña, y no logra mover sus
músculos. Es la primera vez que los hombrecillos le hablan, y le
dicen que han sacado un poco de materia orgánica de cada parte de su
cuerpo para fabricarle un doble en versión reducida. Le dicen que la
mutilación no va a afectarle mucho, y que dentro de unos días se
recuperaría de manera que nadie se daría cuenta de su cambio.
Empieza para el narrador una vida
“doble”, en el sentido de que su versión de hombrecillo lleva
una vida paralela a la suya: ambos pueden gozar de lo que ve y siente
el otro, además de comunicar a través de la telepatía.
Después de cuatro o cinco días,
cuando ya se ha acostumbrado a ser doble, su mujer regresa del viaje,
sin enterarse de lo que ha pasado. Entre tanto, el hombrecillo,
aprovechándose de sus dimensiones, se va a espiar la cama de los
vecinos, donde los ve – y se los hace ver al narrador – copular y
untar sus genitales con un huevo durante el orgasmo.
Una noche el narrador, mientras
está durmiendo, ve en sus sueños su otro yo en versión de
hombrecillo llegar al pueblo de los hombrecillos, y ser elegido como
compañero para copular con la mujercilla reina. Este acto sexual se
configura como un momento de éxtasis suprema, de la que goza
colectivamente toda la población de hombrecillos, interconectada por
una red neuronal invisible.
Después de la
cópula, la reina empieza a dejar caer por su vagina unos huevos,
ofreciendo un espectáculo tan hermoso y conturbador que el narrador
lo define «[...] económico y biológico de golpe»1.
Una vez que los huevecillos se
han roto, salen de ellos hombrecillos que maman la leche de la reína,
proporcionando otra vez placer a toda la colonia.
La experiencia se cierra con una
reflexión del narrador sobre el hecho de haber creado hombrecillos
transgénicos, mezclando su ADN de ser humano con el de la
mujercilla, y por lo tanto de haber incrustado en aquella sociedad
una brigada de hombrecillos falsos o artificiales.
Pasan unos días, y el deseo de
volver a gozar de aquella experiencia con la reina se vuelve en una
obsesión para el protagonista y su hombrecillo. Entre tanto, el
narrador empieza a dirigirse al hombrecillo con un tono de
superioridad, quizás debido a sus dimensiones y al hecho de que el
hombrecillo es parte de él: la unidad entre el hombrecillo y el
narrador empieza a quebrarse de manera sutil.
El hombrecillo dice al narrador
que necesita experiencias sexuales en este mundo, y que la
experiencia de la reina no fue un sueño. El narrador entonces se ve
obligado a intercambiar la experiencia sexual contratando una
prostituta muy jóven en un burdel, prostituta que no le gusta mucho
al narrador, pero que excita muchísimo al hombrecillo.
Mientras el protagonista y el
hombrecillo discuten, el hombrecillo lleva al protagonista, que antes
era abstemio, a abrir una botella de champán, y después se masturba
– masturbando al mismo tiempo al narrador, que había dejado hace
mucho esta práctica.
Cuando llegan al burdel, la
prostituta le ofrece un cigarillo al narrador, y el hombrecillo
presiona para que lo acepte. El narrador fuma, y la mezcla de fumo y
alcohol marean al hombrecillo, que siente mucho más los efectos, así
que éste se acuesta borracho y sueña perversiones sexuales con la
prostituta, mientras que el narrador en lugar de tener sexo discute
un poco con la chica y la deja irse, acostándose después entre las
sábanas de la habitación del hotel. Sueña que está en un hotel
cuya recepcionista es la prosituta que acababa de despedir, que le es
asignada la habitación 607 – la misma donde se encuentra en la
realidad –, pero cuando sube a buscarla no la encuentra. Entonces
baja y le pregunta otra vez a la recepcionista pero aún no logra
encontrarla, y sigue así hasta irse del hotel agobiado por el miedo
a las miradas indiscretas de la gente. Cuando se despierta, ve que el
hombrecillo sigue durmiendo y piensa matarlo, pero tiene miedo de
morirse él también. Una vez que el hombrecillo se despierta, le
pregunta al narrador si las perversiones que ha soñado han pasado de
verdad, y el narrador le dice que sí, que fueron verdaderas como fue
verdadera la experiencia que el hombrecillo le había proporcionado
al narrador con la mujercilla reina.
Al día siguiente, el hombrecillo
impulsa al narrador a encenderse un cigarillo – aunque él había
dejado de fumar desde hace años – y después le proporciona otra
experiencia con la mujercilla reina, que lo hace delirar de placer.
Luego, el protagonista se masturba en la ducha, y cuando regresa a
escribir su artículo sobre las fusiones empresariales, saca un texto
pobre, previsible, porque sus intereses están en otra parte.
Empieza un
periodo de degradación para el narrador, que se entrega al tabaco, a
la bebida y a la masturbación, mientras su mujer ha ganado las
elecciones y ahora se arregla más que antes cuando va al trabajo.
Viéndola así, el narrador empieza a tener fantasías eróticas
sobre ella, mientras que antes había dejado de pensar en el sexo.
Cuando aparecen estos pensamientos, el narrador se pregunta si «hacía
todo aquello por mí o por el hombrecillo, pues si bien era evidente
que nos habíamos convertido en dos, al mismo tiempo, de forma
misteriosa, seguíamos siendo uno»2.
El hombrecillo
empieza a cortar durante ratos cada vez más largos la comunicación
telepática, hasta llegar a desaparecer durante una semana, pero el
narrador tiene la sensación de que, no obstante el hombrecillo
parece continuar desconectado, «me empujaba de manera sutil hacia
apetitos que habían dejado de formar parte de mi vida»3.
Un día – probablemente el
domingo, pero parece que el narrador ha perdido el contacto con la
realidad – van a cenar a su casa la hija de su mujer, con su marido
y con la niña, Alba. Esta quiere regresar al hueco que habían
descubierto detrás del cajón de la mesa. Una vez allí le pregunta
al protagonista si es verdad que aquello es un criadero de
hombrecillos, y él le contesta que no, que era una broma, y se
produce una escena muy singular:
La
niña se mostró entre decepcionada y aliviada. Luego, nuestras
miradas se encontraron fatalmente, como si estuviéramos desnudos el
uno frente al otro. Jamás me había sentido tan al descubierto.
Tampoco ella, creo. Entonces, , casi sin querer, le pregunté si veía
hombrecillos. Tras un parpadeo, se echó a reir.4
Debido a sus
excesos – en los últimos tiempos los impulsos sexuales le llegan a
la cabeza sin control – el narrador es expulsado de la cama
matrimonial, y empieza a acostarse en una cama separada. La
degradación sigue, y el protagonista, mientra busca a los
hombrecillos que han desaparecido, piensa dejar de enseñar en la
facultad, que empieza aburrida. Al final el hombrecillo aparece y le
promete una experiencia excitante que nunca olvidará. Leyendo los
pensamiento del hombrecillo, el protagonista descubre que el próximo
paso será una experiencia criminal: el hombrecillo mata a otro
hombrecillo. Esta experiencia primero le excita, y después le
repugna al protagonista, que empieza a sentirse desconsolado. Teme
que el hombrecillo sea detenido, pero en aquel mundo no hay justicia,
ni siquiera venganza.
El narrador
está consumido por el cansancio, por los vicios, y por el
remordimiento. Llega el momento de la decisión: el hombrecillo le
hecha en la cara que él ha matado en su dimensión, y ahora ha
llegado su turno. El protagonista se pregunta si no podría acabar
con el hombrecillo, que «había convertido su vida, y por lo tanto
parte de la mía, en un cenagal donde sólo tenían cabida las
pasiones más previsibles y las más repugnanates»5.
Pero el narrador no puede matarlo – se mataría a sí mismo –, y
en cuanto a renunciar a esta prótesi:
Comprendí
que no, que la vida sin él (los hombrecillos en general) sería cómo
una casa sin sótano, [...] como una palabra sin significado [...]
¿En qué quedaría yo? En un profesor emérito más, en un
articulista mediocre de temas económicos, en un esposo vulgar: una
especie de animal domesticado, en suma, una suerte de bulto sin otra
lectura que la literal, un pobre hombre...6
El protagonista se resigna así a
necesitar al hombrecillo, como los toxicómanos aceptan que no
podrían vivir sin narcóticos. Ellos son ahora siempre dos, y cada
uno tiene sus pensamientos privados. Sólo la parte orgánica es
común.
El narrador necesita “otra
dosis de mujercilla”, pero sabe que para tenerla tiene que
satisfacer a su doble matando a alguien. Empiezan así a buscar a una
víctima que sea bastante débil – dado que el protagonista es
bastante mayor, y no tiene mucha fuerza. Cuando llega el momento de
matar a un viejo, el protagonista empieza a hablarle, y conociéndolo
descubre en él una persona humilde y cordial, así que decide que
aquel no es el día indicado.
La reputación del narrador está
bajando mucho: uno de sus alumnos lo descubre fumando, y queda muy
sorprendido ya que el profesor había hablado mucho en clase en
contra del tabaco.
El sábado algunos compañeros de
la mujer del protagonista van a cenar a su casa, y el narrador y su
mujer empiezan a preparar la comida. La mujer le pregunta si ha sido
él el que le ha hablado a Alba de los hombrecillos, porque ahora la
niña dice que su madre no duerme bien por culpa de ellos. Él la
hace callar admitiendo que tiene que tener cuidado con las fantasías
que cuenta.
La cena con los colegas
transcurre bien, y el protagonista intenta evitar de hablar con el
decano de psicología Honorio Gutiérrez, que afirma haber leído sus
artículos, pero en fin para no resultar descortés empieza una
discusión con él. Honorio le dice al narrador que a su edad se
producen cambios ormonales y psíquicos que a veces requieren algún
tipo de ayuda, y que está dispuesto a proporconársela, pero el
narrador rechaza la ayuda.
También la vecina descubre al
protagonista fumando, y le promete guardar su secreto – ella fuma
también a escondidas.
El narrador,
impulsado por el miedo al castigo y por su inclinación moral, decide
no matar a nadie, renunciando así a otra cópula con la mujercilla.
Hay un periodo en el que el hombrecillo no da noticia de sí mismo;
el narrador fuma de manera esporádica, deja de masturbarse y de
beber y recompone su imagen de profesor universitario y experto en
asuntos económicos. La única cosa extraña es que el protagonista
tiene a menudo una sensación arenosa en la garganta. El hombrecillo
reaparece “con cobertura”, como dice el protagonista hablando de
su comunicación telepática, explicándole la razón: pasa el tiempo
comiendo ácaros y polvo mientras espera que el narrador se decida a
matar.
El
protagonista vuelve al túnel, tal y como había salido de él,
empieza a fumar, a beber, a masturbarse. Obseva que su vida había
sido siempre una alternancia entre estados de paz y de agitación, y
aún en este momento no está seguro de cuál eligería si pudiera.
Descubre que el vodka hace más
daño al estómago del hombrecillo que al suyo – el hombrecillo es
más pequeño y sufre más los efectos –, y bebe para dejarlo unas
hora fuera de combate.
Su mujer tiene que viajar al
extranjero para acudir a un encuentro internacional de rectores, y
quedarse allá una semana, en la que el protagonista lleva a cabo su
proceso de degradación:
El
edificio se vino abajo durante aquello días. Comía en la cama (en
la de mi mujer, por cierto, para que el desorden fuera mayor), bebía
en la cama, me masturbaba en la cama, todo ello mientras mantenía
con el hombrecillo conversaciones telepáticas que no iban a ningún
sitio.7
El narrador se
imagina como habría reaccionado su mujer al verlo así; antes se
imagina que llamaría a la policía para sacarlo de casa, después
que ella se desmayaría, y en fin se imagina que su mujer «Se
acercaba adonde yo y yacía y me preguntaba con dulzura qué ocurría
y yo le contaba que aquello llevaba ocurriendo en realidad toda la
vida, toda mi vida, desde que tenía memoria, aunque me había
resisitido a ello como el que se resiste al caer al fondo de un
despeñadero, asido desesperadamente a una raíz que se había roto
durante aquellos días en los que ella me había dejado solo»8.
Termina las fantasías
confundiendo el cuerpo de su mujer con el cuerpo de la mujercilla.
Al cuarto o
quinto día – dice explícitamente que ha perdido la noción del
tiempo – decide satisfacer las ganas del hombrecillo de ver a
alguien morir, comprando un bogavante en la pescadería y cortándolo
en dos mientras está vivo, para después cocinarlo.
Mientras lo
corta en dos, las dos partes siguen “vivas”, «aunque ignoro cómo
se relacionaban entre sí»9;
después cuenta que él y el hombrecillo «asistíamos al espectáculo
con la fascinación y la extrañeza de quienes habían sido en otro
tiempo un solo individuo constituido por dos territorios orgánicos
alejados entre sí»10.
En el último capítulo, el
protagonista se despierta con fiebre, y descubre que los hombrecillos
han desmantelado su doble y han repuesto todas sus partes en su
cuerpo. El narrador deja todos sus vicios, limpia la casa y cuando su
mujer regresa le encuentra muy bien.
El libro
termina con un epílogo, en el que se cuenta que la mujer del
protagonista, a los dos años de la desaparición de los
hombrecillos, ha fallecido, debido en parte a la frustración de sus
aspiraciones políticas. Él se ha protegido del dolor a través de
sus rutinas, y ahora mantiene una vida sana, cuida de la hija que han
tenido sus vecinos, contándole historias sobre los hombrecillos,
algunas reales y otras inventadas. Se encuentra una o dos veces al
mes con Alba, con la cual intercambia miradas de complicidad, como si
guardaran un secreto.
1
Juan
José Millás, Lo
que sé de los hombrecillos,
Barcelona, Seix Barral, 2010, p. 50
2
Ibid, p. 96
3
Ibid, p. 96
4
Ibid,
p. 99
5Ibid,
p. 127
6
Ibid,
p. 128
7
Ibid,
p. 168
8
Ibid,
p. 169, 170
9Ibid,
p. 176
10
Ibid,
p. 176